Hermanos López

Hermanos López

Hace varios años, vino Domingo López a Los Santos a conocer al suegro de su suegro, Salomón Mantilla, y le trajo serenata con Eliécer Supelano, Rodolfo Martínez y Carlos Manrique. Entonces el señor Mantilla le contó de unos músicos muy buenos, un par de muchachos que llegaba siempre a las fondas donde se reunían cientos de arrieros, que cargaban sus instrumentos a lomo de mula (usaban una mula para cargar los instrumentos; mucho mulas, dicen ellos). Esos muchachos eran Manuel y Domingo López, el tío y el papá de Angelmiro y Domingo, que tocaban al final de la jornada de la arriería y desocupaban los hures de chicha hasta la medianoche. Ellos contaban que en todas partes los atendían como en los tiempos de Simón Bolívar, que cuando llegaban a un sitio de descanso, el Libertador ordenaba que primero atendieran a los músicos, porque “generales hago todos los días, en cambio, músicos si no”.

Doña Rosario, la mamá de Angelmiro y Domingo, dice que de sus doce hijos cantan trece, porque hay uno como perdido. Los Hermanos López son, en orden cronológico, Gerardo, Angelmiro, Alfonso, Clodomiro, Evaristo, Mercedes, Domingo, Bárbara, Rosalba, Esperanza, Amparo y Martha. Seis y seis. Don Domingo, el papá, tocando requinto, y doña Rosario, acompañándole en el tiple, y seis parejas bailando. Así, ¿cómo no se aprende a querer la música?; y así, ¿cómo no lograr que los valores y el amor de la familia giren alrededor de nuestra música?

Hay dos razones, además, que marcan la identidad de los Hermanos López: su capacidad musical, que podremos disfrutar a continuación, y su inconfundible sentido del humor, también de herencia campesina, desde el carretilleo juguetón hasta esa chispa inmarcesible que permite un chascarrillo inmediato y oportuno, como si los tuvieran ensartados y a la mano.

Angelmiro aprendió a cantar desde niño mientras hacía el recorrido del mandado. Mientras caminaba, iba cantando canciones que oía a Garzón y Collazos, y después, cuando hubo radios, por las emisoras, que transmitían los programas de música colombiana. Su ilusión era tener una guitarra, y cantar como Garzón y Collazos. Lo primero que aprendió a tocar fue bandola, y Ernesto Supelano, un verdadero maestro en Charalá, le consiguió una guitarra. Después, trabajó en su estilo a partir del modelo de los Hermanos Martínez, con cuerdas metálicas y afinación en si bemol. Y comenzó a preocuparse por las introducciones, pero ahí sí no al estilo de los Hermanos Martínez, porque, como dice Domingo, cómo sería de preocuparse por las introducciones, que resultó con nueve chinos.

Angelmiro salió de su casa en Charalá para Bucaramanga a los catorce años. Después vivió en Barranquilla hasta que lo sacó corriendo una culebra. De ahí su miedo permanente a estos animales. Una vez, un amigo suyo, con ‘delirium tremens’, lo llamó angustiado porque tenía un toro monstruoso, que escupía fuego por la boca y no lo dejaba moverse; y Angelmiro le contestó: “Apenas sea capaz de espantar un par de culebras que tengo parqueadas en la puerta de la casa, me voy a ayudarle”. Volvió a Charalá, orgulloso, después de entregar sus ahorros a un vendedor de la calle por un reloj descomunal, “garantizado a prueba de agua”, que se empañaba apenas estaba nublado, y cuenta Domingo que se fueron a paseo al río Pientá, pero cuando Angelmiro salió del agua, se le había metido de todo al reloj; no le faltaban sino los pescaditos.

Domingo aprendió el golpe de tiple de su hermano Evaristo, de un estilo ancestral santandereano. Comenzó a cantar con Carlos Manrique, el dueto Tinagá, no por un nombre geográfico, sino por la fusión de los apodos que les endilgó Ernesto Supelano. A Domingo, Tinajo, por su afición por la carne de monte, que, según Supelano, como a Comegato, el de Condorito, terminó asociándose con la cara de sus víctimas; a Carlos Manrique, Garbanzo, por lo pálido, y a Angelmiro, Mararay, quién sabe por qué.

En 1983, Domingo entró a trabajar al Banco de Colombia en Charalá, y conoció al gordo Carlos Prada, hoy su “suegrito querido”, que llegó como gerente de la Caja Agraria. En fin de semana, los empleados bancarios se emparrandaban (Carlos Manrique trabajaba, y aún lo hace, en el mismo banco). Entonces Adriana, su esposa, tenía apenas diez años y cursaba quinto de primaria, pero ya era grande; dice Domingo: “Ella nació así, grande”.

En Charalá, tenían el grupo Alma Comunera, con Ernesto Supelano, Gerardo López, Carlos Manrique y Domingo, y ganaron en un concurso en el Socorro, con el valor agregado de superar a Fernando Remolina, que cuando eso tocaba flauta dulce en Comfenalco. Domingo tocaba bandola, lo mismo que Carlos Prada, que luego fue trasladado por la Caja como director de la oficina de Centroabastos, y el cuento que le tienen los López es que la Caja Agraria lo sacó de allí antes de que quebrara a la Central de abastos, pero que desde entonces Centroabastos le patrocina la cintura.

Conocimos a los López en el museo de los Aldana, en Los Curos, tomando aguardiente y haciendo reír, y donde Pedro Nel Martínez, correspondiendo a sus inigualables atenciones. Y volvimos a conocerlos acusándose mutuamente por haberse metido en el berenjenal del concurso en Floridablanca, un poco antes de salir al escenario a ganarse el primer lugar y a entregarse en cuerpo y alma a un público impresionado por sus voces y por su impecable ejecución, admirado por ese candor de campesinos que orgullosa y afortunadamente no han permitido que la sociedad moderna les quite. Y volvimos a conocerlos cuando también Colombia entera los conoció como los campeones en el Festival Mono Núñez. Y entonces ya eran lo que son, no como músicos, porque crecen todos los días, sino como los seres humanos que se han empeñado en las causas de querernos como a sus entrañables amigos y de darnos la satisfacción de mantener en alto las banderas de la tradición de Santander y de Colombia.

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